La boda de Kate - La nueva Novela de Marta Rivera de la Cruz - Editorial Planeta

A+ A A-

Primer Capitulo

DESCARGAR EN PDF

 

-                 ¿De dónde demonios han salido esas flores?

La airada voz de Shirley cambió de golpe el ambiente pacífico de la cocina, donde las dos mujeres desayunaban – como todas las mañanas – tostadas y café con un fondo de música de Schubert. Anna Livia y Kate miraron instintivamente hacia el ramo de flores – un gladiolo, media docena de margaritas de un color indescifrable, un lilium blanco, dos rosas pochas – y luego a su amiga.

-                 Querida – la voz metálica de Anna Livia parecía haber perdido un par de tonos – las has mandado tú…

Dos rayos asesinos salieron de los ojos de Shirley para posarse en aquel manojo – llamarlo “bouquet” hubiese sido excesivo – a todas luces birrioso. Cruzó el salón con una energía envidiable para alguien a punto de cumplir los setenta y con sus achaques (aunque ni Anna Livia ni Kate daban crédito a la mitad de las enfermedades que aseguraba parecer) y agarró con ambas manos el jarrón de cristal donde vegetaban las míseras flores. Por un momento Kate creyó que iba a estrellarlo contra el suelo, pero en realidad sólo quería verlo más de cerca. Y eso fue lo que Shirley hizo: examinar el ramo con sus impertinentes y vivaces ojos pardos, tan alegres e incisivos como los de una ardilla, aunque ni de lejos tan hermosos como los de Anna Livia, que eran de un raro y sereno color violeta. Kate envidiaba aquellos ojos – ella los tenía de un insípido tono azul – y se preguntaba qué extrañas mutaciones genéticas tenían que haberse generado antes de que una mujer fuese bendecida con el don de unas pupilas tan extraordinarias.

-                 Así que esto es lo que han enviado de la floristería…

-                 Son… son bonitas.

-                 Son una porquería, Kate. Y tú y yo lo sabemos. Pagué cuarenta euros por estas flores, y yo no sería capaz de ponerlas ni en la tumba de alguien a quien hubiese odiado en vida. Imaginarás que ni en un millón de años se me ocurriría mandártelas a ti.

Kate ni siquiera sabía qué contestar. Shirley tenía razón, las flores eran un asco. Las rosas, en especial, parecían a punto de descomponerse… pero ¿qué se suponía que debía hacer ella? Por suerte, fue Anna Livia quien intervino.

-                 Quizá se trate de un error.

Shirley se volvió hacia ella con sus pequeños ojos echando nuevas chispas de rabia.

-                 Por supuesto que es un error. Esa… esa estafadora de la floristería ha cometido un error al pensar que no iba a ver las flores que mandaba. Un error al pensar que soy una especie de anciana desdichada incapaz de diferenciar lo malo de lo bueno. Me ha tomado por un vejestorio gagá y me ha endilgado este… este excremento de ramo. Un error. Claro que sí. Todo esta mamarrachada asquerosa es un error gigantesco. Debería… debería hacérselo tragar.

-                 ¡Oh, no! – se le escapó a Kate. De sobra sabía que era perfectamente capaz de eso. Como si tuviese prisa por consumar su amenaza, Shirley abrió un cajón y sacó una bolsa de plástico en la que introdujo las flores de la discordia.

-                 Voy a arreglar este asunto. Ah, y a propósito, feliz cumpleaños, Kate querida.

El portazo de Shirley se escuchó antes de que Kate hubiese tenido tiempo de responder.

Kate Salomon había llegado a Ribanova quince años atrás, cuando su padre – un tipo estupendo a quien la edad había metamorfoseado en un viejo imposible, y luego en un hombre impedido – dejó de estar en condiciones de vivir solo. Ella llevaba un tiempo instalada en Londres: desde que un guiño del destino colocó la suerte de su parte podía permitirse el lujo de vivir donde quería, y a Kate le gustaba la ciudad. Cuando echaba de menos el mar, se iba a pasar unos días a Brighton, donde tenía una casita pequeña y confortable. También tenía a su hermano, claro, pero esa no era una razón para dejarse caer por allí. Aquel hombre, dieciocho años más joven que ella, aprovechaba cada una de sus visitas para recordarle que la vida en Londres resultaba prohibitiva, que por lo que pagaba por su apartamento de Harrington Gardens podría tener una mansión en cualquier pueblo de Inglaterra y que era un pecado vivir por puro capricho en una de las ciudades más caras del mundo. Kate, que era de natural paciente, jamás respondía a ninguna de las provocaciones de James, aunque muchas veces lo que le pedía el cuerpo era aullar “puedo vivir donde me dé la gana porque soy rica”.

Y ese, por supuesto, era otro punto de fricción: Kate había heredado una fortuna de su tío Albert, que no se había acordado en su testamento de nadie más aparte de ella. Pero es justo que reconocer que Kate había sido el único miembro de la familia que se había acordado del tío Bertie cuando él no tenía un penique y era un viejo chiflado que vivía solo en Glasgow aferrado a la esperanza de ser reconocido algún día como un gran escritor. Había publicado cuatro novelas que pasaron sin pena ni gloria para todo el mundo salvo para Kate: tras leer “El buen amigo” en la Universidad, pensó que era lo mejor que había caído en sus manos y, por consejo de su madre, escribió al tío Bertie para decírselo. El hombre, a quien nadie hacía maldito el caso, agradeció profundamente a su joven sobrina aquella carta tan afectuosa en la que no sólo alababa su novela – eso era algo que a veces hacía la gente con el único propósito de quitárselo de encima cuanto antes – sino que, además, hacía sobre el texto un análisis inteligente y lúcido que demostraba una lectura más que atenta. Kate y el tío Bertie se escribieron durante algún tiempo – ella, que entonces vivía en Edimburgo, lo visitó algunas veces en su fea casa de Glasgow - , y luego él murió y al abrir el testamento encontraron que había nombrado a Kate su heredera universal. Entonces todos se rieron, claro: las únicas posesiones del pobre hombre eran una casa desvencijada que estaba a punto de ser comida por la carcoma y por los préstamos a los que había servido como aval, una colección de sellos que no valía ni cincuenta libras y un montón de objetos art decó que él atribuía al mismísimo Mackintosh, pero resultaron ser más falsos que Judas. Así las cosas, parecía que la pobre Kate había hecho un mal negocio con aquella herencia. La venta de la casa apenas llegó para pagar las facturas pendientes, y como nadie quiso quedarse con las pertenencias del tío Bertie y a ella le parecía una falta de respeto tirarlas sin más, tuvo que alquilar un trastero para guardarlas todas.

Cualquiera habría podido decir que, más que un regalo, Albert Salomon había querido hacer una faena a la única persona que había sido agradable con él en los últimos veinte años de su vida. Pero luego sucedió algo maravilloso e inesperado, y es que las novelas del tío Bertie se pusieron de moda. Es algo que ocurre a veces, claro: una especie de burla de la suerte. El éxito llega cuando quien lo merece no puede disfrutarlo. El caso es que un nuevo responsable aterrizó en la editorial que había publicado hasta entonces al señor Salomon, y por pura casualidad – como pasan buena parte de las cosas importantes – echó un vistazo a un montón de libros que iban a ser destruidos. “El buen amigo” le llamó la atención por el título. Él decía que se lo llevó a casa siguiendo una especie de corazonada – aunque tal vez solo necesitaba un libro malo para calzar la mesa de la cocina – y empezó a leerlo aquella misma noche. A la mañana siguiente, tras dormir muy pocas horas, todas bajo el influjo de aquella historia, dio instrucciones para preparar una reedición de aquel título, y empezó a buscar otros originales del autor: resultó que la editorial había comprado seis novelas de Albert Salomon, de las que sólo cuatro habían sido publicadas, todas con un éxito nulo. Y Jeffried Ruskin se dijo que había llegado el momento de dar a aquellos libros una segunda oportunidad. Se puso en contacto con la heredera de Salomon – habían pasado ya diez años de su muerte - , a quien pareció de perlas que se reeditase “El buen amigo” y el resto de los libros del querido tío Bertie. Sí, ella también encontraba que aquellas historias eran fantásticas y sí, estaba de acuerdo en que no habían sido justamente tratadas ni por la crítica ni por el público.

Kate y el señor Ruskin tuvieron una única y muy agradable reunión, y quedaron encantados el uno con el otro: Ruskin empeñó su palabra en sacar a Albert Salomon del triste armario del anonimato y Kate, por su parte, renunció a exigir un anticipo a cuenta de los derechos de autor. Algunos encontraron absurda su generosidad – Somerset Publishers era una editorial solvente que bien hubiese podido adelantar unas libras - , pero Kate sabía que aquella reedición era arriesgada, y que Jeffried Ruskin estaba poniendo en juego su prestigio lanzando al aire una carta tan poco convencional: la gran apuesta de Somerset Publishers para aquel otoño iba a ser el libro de un autor fracasado y muerto.

Nadie supo como – es lo que ocurre cuando llega el éxito – las novelas de Albert Salomon empezaron a venderse tímidamente, luego con más brío, e iniciaron su ascenso en el complicado “ochomil” de libros más vendidos. Era el momento perfecto para que críticos de todo pelaje – desde auténticos gurús hasta impepinables cantamañanas – empezasen a escribir sobre el señor Salomon y a decir a voz en grito que ellos habían descubierto su talento hace quince, veinte, treinta años. Lo cual tenía gracia, porque uno de los presuntos admiradores de “El buen amigo” era un listillo imberbe que, de ser ciertas sus palabras, había empezado a leer a Albert Solomon cuando ni siquiera sabía andar.

Tras el éxito en Inglaterra llegaron las traducciones. La obra de Salomon enamoró a media docena de países europeos – aunque el mercado americano fue inmune al hechizo, y eso era una dolorosa espina que el señor Ruskin llevaba clavada – y las ventas siguieron creciendo. Así que, entre unas cosas y otras, entre derechos de autor y otras regalías – una productora adquirió la opción para hacer una película con “Dos crónicas de Bembow Hill” – Kate Salomon se convirtió en una mujer acomodada.

A ella el dinero le importaba más bien poco. Se había acostumbrado a no tenerlo y a vivir modestamente de su sueldo como secretaria en un polvoriento despacho de abogados, pero su nueva situación le permitió reconvertir su vida: dejó Brighton, con su olor marino y su humedad salada, y se trasladó a Londres, donde había querido vivir siempre y donde podía, además, seguir de cerca la feliz evolución de las novelas de Albert Salomon, que ocupaban los escaparates de las mismas librerías de Charing Cross por las que él había vagado años atrás descubriendo que no tenían ni un ejemplar de sus creaciones. Era curioso, pensaba Kate, que la constancia del fracaso no le hubiese arredrado. Al contrario, siguió escribiendo con una fiereza y un entusiasmo a prueba de bala, como si estuviese convencido de que más tarde o más temprano la historia iba a hacerle justicia. Cuando la edad y los achaques hicieron previsible un fin más o menos cercano, lo arregló todo para que la única persona que había valorado su trabajo pudiese sacar partido de él. Y, sí, Kate estaba convencida de que, convirtiéndola en su heredera, el bueno del tío Bertie no quería hacerla cargar con una casa destartalada y llena de agujeros ni con un montón de pisapapeles: deseaba que el éxito que él no había llegado a paladear – y de cuyo advenimiento estaba convencido - sirviese, al menos, para solucionarle la vida a ella.

Cuando esto sucedió, Kate Solomon tenía 50 años y ya había rechazado tres veces a Foster Smith. Veinte años después seguía lamentando todas y cada una de aquellas negativas, pero se consolaba pensando que ni las circunstancias ni la vida le habían dejado otra opción que la de dejar escapar por tres veces – ¡tres! - al hombre de su vida.

La primera vez no podía ser tenida en cuenta, o al menos no era justo denominarla rechazo en todo regla. Sucedió en 1961, en Edimburgo, cuando ella y Foster estudiaban en la Universidad y él le pidió que fuese su acompañante en el baile de fin de curso. Ella había aceptado ya ir a la fiesta con un larguirucho pelirrojo que no le gustaba especialmente, pero se avecinaba el día de autos, seguía sin pareja, y ni en un millón de años habría podido imaginarse que Foster Smith tenía la mínima intención de llevarla como acompañante. De hecho, apenas habían hablado dos o tres veces en los pasillos oscuros de la universidad, y fue una sorpresa para Kate que aquel muchacho atractivo y locuaz la parase para proponerle una cita. Ella tardó un poco en reponerse de la sorpresa, y cuando ya estaba a punto de decirle que sí intentando disimular lo mucho que le entusiasmaba la idea, recordó al pelirrojo.

-                 No puedo

-                 Dirás que no quieres – dijo él, bienhumorado. A Kate le pareció que su actitud era condescendiente y aquello la enfureció un poco.

-                 De acuerdo, entonces no quiero. ¿Contento?

-                 No. Estaría contento si me hubieses dicho que sí. Ahora tengo el corazón destrozado, Katherine Salomon. Espero que puedas soportar esa responsabilidad. Que tengas un buen día.

Y se alejó, con aquellos pasos ligeros con los que a partir de entonces Kate le identificaría siempre y que parecían los de alguien que está a punto de empezar a bailar.

Kate se dijo que fue en aquel preciso momento cuando empezó a enamorarse de él. Siguió haciéndolo en aquella fiesta estúpida a la que ella asistió con el dichoso pelirrojo – que, como Kate se había temido al aceptar su invitación, era un tipo mortalmente aburrido – y Forster con una alumna de un curso superior que poseía una hermosura casi insultante. Kate se dijo, con una gran falta de piedad hacia si misma, que Forster había ganado con el cambio. Pero luego, cuando estaban bailando con sus parejas respectivas, él le dirigió una mirada intensa con sus cálidos ojos pardos y Kate entendió que, por algún extraño motivo y a pesar de la belleza de su acompañante, Forster Smith hubiese preferido asistir al baile con ella. Así que, venciendo su timidez natural, no apartó la vista de los ojos de él, y acabaron la pieza así, mirándose los dos, como si estuviesen bailando juntos y no con dos personas a las que, en ese instante preciso, hubiesen pulverizado sin demasiadas contemplaciones para que no pudiesen interponerse entre ambos.

A pesar de todo, él no volvió a invitarla a salir. Frecuentó a la estudiante del baile durante algunas semanas y luego salió con otras dos o tres chicas de la Universidad – todas rubias y bien parecidas, por supuesto - , pero no pidió ninguna cita a Kate Solomon. Ella se devanaba los sesos intentando entender porqué - tras la noche del baile no le cabía ninguna duda de que había algo entre ellos – y luego, cuando se cansó de esperar, se propuso olvidar a Forster Smith.

No le fue fácil: él estaba en su vida. Por pura casualidad se había hecho hueco en su círculo de amigos, y había escogido dos asignaturas comunes con ella, así que – por si fuera poco encontrárselo en las fiestas universitarias o en la biblioteca o en los pubs baratos que frecuentaban los estudiantes - Kate se veía obligada a ver a Forster al menos un par de veces por semana, siempre guapo, siempre chispeante, siempre ingenioso, siempre rodeado de una cohorte de chicas preciosas de esas que hacen que las otras se pregunten cómo demonios debe sentirse una al tener ese aspecto. Kate gozaba de cierto atractivo – aunque ella, por supuesto, no lo sabía – pero no era lo que se dice una muchacha guapa, con sus pálidos ojos azules, su piel transparente y pecosa, su menudez y aquel ingenio que siempre venía en su ayuda demasiado tarde. Al ver a Forster Smith junto a su pequeño harén de beldades universitarias, Kate se sentía como una de esas niñas pobres que se pasa la mañana asomada al escaparate de una tienda de dulces sabiendo que toda aquella sucesión de delicias le están vedadas.

Lo cierto es que Forster Smith le venía un poco grande. A pesar de todo, Dios sabría por qué, había tenido su oportunidad con él y la había desperdiciado. Por supuesto, seguía siendo simpático con ella, y a veces le sugería lecturas, se adelantaba a pagar su taza de té en la cantina de estudiantes o le guiñaba un ojo desde su puesto en la biblioteca, pero nada más.

En el último curso, Kate Solomon no tuvo mucho tiempo para pensar en Forster Smith: había empezado a salir con un chico muy alto que estudiaba física – Kate, que cursaba Literatura Inglesa, encontraba que había en los científicos algo misterioso y fascinante – y se sentía razonablemente feliz junto a él. Lo pasaban bien, estaban de acuerdo en muchas cosas, y se iniciaron juntos en los misterios del sexo, así que Kate llegó a pensar que aquel escocés alto y atlético, que jugaba en el equipo de baloncesto de la Universidad y hablaba con entusiasmo de conceptos matemáticos que ella no entendía, era el hombre definitivo.

Por supuesto, siguió viendo a Forster Smith: era imposible no hacerlo en una universidad pequeña. Además, él parecía tener el don de la ubicuidad y estaba en todas partes. Cuando se cruzaban por los pasillos, él siempre se paraba para hacerle una pregunta o gastarle alguna broma mientras hacía chispear sus ojos risueños. Kate pensaba que con unos ojos así, que parecían lanzar minúsculos rayos dorados, debía de ser muy difícil decir algo verdaderamente serio, y llegó a pensar que aquel chico era una víctima de su mirada, pues cada cosa que decía cobraba un leve matiz de burla que a ella le ponía un poco nerviosa. Con el tiempo, Kate fue inmunizándose también en lo tocante a aquella mirada suya, y pudo hablar con Forster Smith sin que le temblasen las piernas. Aquel curso él tuvo al menos dos novias (una alumna india de primer año de exótica belleza, y la ayudante de un profesor, curvilínea y vulgar, que había sido declarada oficiosamente bomba sexual de la universidad), pero no pareció tomarse en serio a ninguna de los dos, y al final del trimestre de Pascua andaba por el recinto del campus sin llevar a ninguna chica colgada del brazo.

El estudiante de física rompió con Kate cuando faltaba apenas un mes para la graduación de ambos. Ella no entendió qué había pasado, porque la cosa sucedió inesperadamente, pero al querer explicar su abandono el chico se enredó en una serie de reflexiones estúpidas sobre el deber, el amar y el poder. Kate no comprendió nada, quizá porque ella estudiaba literatura y los libros le habían enseñado que las cosas del corazón se reducen a dos simples posibilidades: se ama o no, y aquel físico en ciernes había dejado de amarla.

Por supuesto, Kate Solomon lloró y sufrió y se lamentó. Eso es lo que hay que hacer tras un desengaño sentimental, y pobre del que piense lo contrario. Por suerte, estaba demasiado preocupada por los exámenes – había obtenido unas calificaciones excelentes y no pensaba estropearlas en las pruebas finales por mucho que le hubiesen roto el corazón – así que estudió con los ojos rojos, un pañuelo en la mano y una expresión de rabia, como si el dolor que sentía le prestase nuevos bríos y acumular más sobresalientes fuese una forma de dar una lección a aquel sabihondo engreído y ridículamente alto.

Forster Smith la llamó una semana después de terminados los exámenes. Todavía no habían salido las notas, así que Kate pasaba el día comiéndose las uñas y consultando la programación del Festival de Verano. Había pensado quedarse en Edimburgo para asistir a cuantas más representaciones mejor, e intentaba conseguir algunas entradas a precios reducidos. Tampoco tenía otra cosa que hacer antes de que el otoño la obligase a encarar la edad adulta y la necesidad de encontrar un trabajo. Un profesor le había ofrecido un oscuro puesto de ayudante de archivos en una biblioteca de un suburbio de Londres y la había aceptado con gratitud aunque sin entusiasmo. No es que le sedujese mucho la posibilidad de instalarse en Chiswick, pero la idea de marcharse a Brighton con el resto de la familia era bastante menos apetecible. Tenía 23 años y pocas expectativas. Casi todas sus amigas se habían casado o estaban a punto de hacerlo, y las que se obstinaban en la soltería tenían más ambiciones que ella, que a pesar de su brillantez nunca había sabido decidirse por el tipo de trabajo que quería desempeñar. En realidad, secretamente, Kate Solomon nunca había pensado en tener ninguno: deseaba casarse, fundar una familia y cuidar de su esposo y de sus hijos. Su estancia en la universidad era sólo parte de un plan para encontrar marido. Las noches de estudio, la obstinada aplicación que había demostrado a lo largo de aquellos años, las buenas calificaciones y el interés por las clases, una forma de engañarse (y engañar a los demás) respecto a sus deseos de futuro. Y allí estaba ella: abandonada por un larguirucho presumido y a punto de ser reconocida como la mejor estudiante de su promoción. Sí, desde luego se había lucido.

La llamada de Forster Smith la sorprendió cuando consultaba una publicación de anuncios por palabras para encontrar una vivienda compartida – su sueldo en la biblioteca no iba a permitirle alquilar nada más que una habitación – y se enfadó consigo misma al percibir que el corazón le latía bastante más deprisa al escuchar aquella voz sólo vagamente familiar.

-                 ¿Kate?

-                 Soy yo

-                 Sí, ya sé que eres tú. Acaban de pasarme contigo desde la centralita.

Ella se mordió la lengua. Se le ocurrían media docena de frases corrosivas para soltarle, pero no deseaba pelear sino escuchar lo que aquel listillo quisiera decir.

-                 ¿Qué quieres?

No era una frase muy amable, pero ya la había dicho.

-                 Invitarte a tomar el té, si no tienes nada mejor que hacer.

-                 No. Quiero decir que sí. Quiero decir que vale, que muy bien.

-                 Bueno, perfecto, tampoco esperaba un ataque de entusiasmo. ¿A las cuatro en el Balmoral?

Kate ahogó un comentario de sorpresa: el té del Balmoral era el más caro de todo Edimburgo. Habría podido esperar una oferta para cualquiera de los cafés de la Universidad, o como mucho en un pub del Castillo… pero el Balmoral escapaba a la mejor de sus perspectivas.

-                 Allí estaré.

-                 Eso espero. Y, por favor, recuerda que me suicidaré si me das un plantón. Hasta la tarde, Kate.

Ella tardó más de una hora en arreglarse para la cita, enfadada consigo misma por estar tan nerviosa ante la perspectiva de una simple merienda, aunque fuese en un hotel de lujo. No era capaz de comprender a qué venía la invitación, pero era muy propio de Forster hacer las cosas así, cuando menos se esperaba. Llevaban un par de semanas sin verse y casi un mes sin intercambiar nada más que un saludo, y de pronto él la llamaba por teléfono como si tal cosa y la invitaba a tomar el té. Y en el Balmoral, nada menos.

Cuando Kate llegó, él estaba ya sentado a la mesa, y se puso en pie al verla entrar. Llevaba chaqueta y corbata, pero Kate recordó que en aquel salón de té las normas de etiqueta eran muy estrictas: seguramente no le habrían permitido entrar llevando jersey, así que supuso que la camisa y la sobria corbata a rayas no eran una deferencia hacia ella sino una obligación. De todas formas, estuvo muy galante ayudándola a sentarse.

-                 Me alegro de verte – dijo

-                 Y yo - ¿qué otra cosa podría contestar? Le hubiese gustado responder con otra pregunta. ¿por qué me has llamado?, pero decidió que no venía a cuento.

-                 ¿Qué té prefieres?

Kate eligió un Oolong, y Forster, el menos arriesgado Earl Grey - por fortuna, aún no había desembarcado la moda pretenciosa de los tes de colores que habían convertido una sencilla elección en una especie de duda existencial - y un camarero dispuso sobre la mesa toda una selección de pequeñas delicias, sándwiches diminutos, bollitos de fruta, pasteles franceses y cuencos rebosantes de crema, mermelada y mantequilla. Kate suspiró. Se suponía que las chicas no debían atiborrarse a golosinas delante de sus citas, pero tampoco estaba segura de que aquel encuentro con Forster pudiese calificarse así, de modo que abrió un bollito y lo untó profusamente de crema y mermelada de fresa.

-                 ¿Es cierto que has roto con tu… ehhhh… con tu novio?

A Kate no le pareció la mejor forma de empezar una conversación, pero se consoló pensando que al menos Forster había tenido la delicadeza de plantear la pregunta como si la suya hubiese sido una ruptura consensuada.

-                 Sí. En realidad fue cosa suya.

Le pareció un triunfo reconocer abiertamente su fracaso sentimental. Por lo general, las chicas preferían dejar en el aire que habían sido abandonadas. Kate, sin embargo, habría considerado humillante permitir que quedara abierta la posibilidad de un equívoco.

-                 ¿Cómo se llamaba? ¿Algernon?

-                 Culen. Culen Balfour

-                 Pretencioso y estúpido. Incluso Algernon está mejor.

Kate rió ásperamente. Siempre había pensado que el de Culen era un nombre muy distinguido, pero tal vez Forster tenía razón. Escuchado ahora resultaba más bien ampuloso y afectado.

-                 ¿Qué tal te ha ido en los finales?- Suponía un brusco cambio de tema, pero Kate no quería pasarse la tarde hablando de Culen

-                 Bien. Muy bien. – Forster estaba a punto de coger una pasta, pero cambió de idea - ¿Sabes? Me han dado una beca. Voy a hacer mi tesis doctoral.

-                 Fantástico. ¿Te quedas en Edimburgo?

Hizo la pregunta por pura educación, pero casi instantáneamente empezó a desear que el destino de Forster Smith fuese la Universidad de Londres.

-                 No. Me temo que he elegido algo un poco más lejos. Me voy a Estados Unidos. Universidad de Brown. ¿Qué te parece? La Ivy League me espera con los brazos abiertos.

Kate sonrió y repitió lo de “fantástico”, aunque no había nada de fantástico en que hubiese todo un océano y varios husos horarios entre ella y Forster Smith. Hubiese sido correcto pedirle algunos detalles de su aventura americana, pero no tenía ganas de saber nada más. Bebió un sorbo de su té, que se estaba quedando frío, y se sirvió un eclair de café para no tener que seguir hablando.

-                 Me marcho dentro de tres semanas. El curso para posgraduados empieza a finales de agosto. ¿Y qué hay de ti?

-                 He encontrado un trabajo en Londres. No es gran cosa. Ayudante en una biblioteca. Pero tendré tiempo para pensar en lo que quiero hacer más adelante. No sé si me apetece pasarme la vida ordenando libros.

De pronto Kate tuvo la sensación de que él no la escuchaba. Parecía concentrado en algo – tal vez en su brillante futuro, tal vez imaginaba todas las americanas bonitas que iba a encontrarse en Brown y que caerían rendidas a sus ojos pardos y su musical acento inglés – , y ella se sintió molesta. Iba a preguntarle para qué demonios la había invitado si no parecía interesarle su conversación, pero él la miró fijamente.

-                 Kate… hay algo que quiero decirte… - respiró y luego tragó saliva - ¿te vendrías conmigo a Estados Unidos?

Por primera vez había en los ojos de Forster Smith algo parecido a la gravedad más absoluta.

-                 Hablo en serio, Kate. Te… bueno, creo que te quiero, y todo eso. Llevo tres años enamorado de ti, y… en fin, ahora que voy a marcharme, si te quedas aquí no habrá manera de arreglarlo.

Kate pestañeó y se dijo que aquello no podía estar pasándole a ella. Había suspirado por aquel chico durante prácticamente cada día de vida universitaria – incluso, ahora lo reconocía, el año y medio largo pasado junto al dichoso Culen – ¡y de pronto él pedía un té completo y, como quien no quiere la cosa, le proponía que le acompañase al otro lado del mundo!

-                 Bueno, di algo

-                 No sé qué decir.

-                 Supongo que es una mala señal.

Kate Salomon pasaría el resto de sus días preguntándose si Forster Smith se habría dado cuenta de que la negativa que escuchó a continuación era resultado de su absoluta torpeza a la hora de plantear las cosas. Que había tenido tres años largos para declararse, para jurarle amor eterno – si de verdad era eso lo que sentía - , para proponerle mil y una cosas intrascendentes (un helado, una tarde en el cine, un paseo a la luz de la luna) y lo único que había obtenido de él era una frustrada invitación a bailar, algunas bromas amables y media docena de coqueteos sin consecuencias mientras le veía flirtear con chicas guapísimas. Y de pronto, cuándo ella ya tenía un trabajo y unos planes – que no eran gran cosa todo había que decirlo – le hablaba de pasar juntos y en el otro extremo del mundo los próximos tres o cuatro años. ¡Por el amor de Dios, si no hacía ni una hora que había escrito siete cartas para interesarse por habitaciones de alquiler en el extrarradio de Londres!

-                 Forster – dijo al fin - ¿puedo preguntarte a qué viene esto ahora?

-                 No sé… supongo que es el momento. He tenido muchas novias estos años, aunque tú me gustabas más, pero no quería estropearlo todo contigo ¿sabes? No sé, siempre he pensado que era mejor salir con otras chicas antes de ir en serio con la que de verdad me interesaba. Y luego…tú estabas con ese Duncan, o Algernon y … bueno, no sé, preferí esperar a que lo vuestro terminara.

Así que era eso. Forster estaba tan seguro de que iba a aceptarlo que se sentó a aguardar el momento propicio, mientras se pavoneaba con estudiantes guapas y la observaba en la distancia. En cuanto a Culen, para él estaba tan claro que iba a acabar desapareciendo que se había limitado a sentarse y esperar. Las cosas irían encajando para que todo saliese según los planes de Forster Smith. Pensándolo bien, era un detalle que la hubiese invitado a tomar el té. Podría haber formulado su petición en medio de la calle principal, mientras esperaban a que el semáforo se pusiese en verde. O haber gritado su oferta de un extremo a otro del campus.

-                 Kate, te pido por favor que me contestes… si necesitas pensártelo, lo entiendo pero…

-                 Tranquilo. Te lo diré ahora mismo: no me iría contigo ni en un millón de años, Forster Smith. Ni a Brown, ni… ni al pueblo vecino. Ahí tienes tu respuesta. Y ahora que estás libre de dudas, ya puedes ir a hacerle la misma proposición a otra chica. Gracias por el té.

Estuvo a punto de chocar con un camarero cuando salió del salón, pero ni siquiera se dio cuenta: estaba demasiado enfadada, demasiado alterada y demasiado triste.

No volvió a ver a Forster hasta mucho tiempo después (…)

Marta Rivera (c) 2013